En la Copa de Europa moderna, en esta Euroliga, para presumir de título debes haber caído antes en unas cuantas Final Four. Es la cruda realidad, con la que se topó ayer de bruces el Real Madrid. El estruendo aún resuena. Les pongo ejemplos: al Maccabi de los cinco mil seguidores en el Sant Jordi lo han mandado para casa ocho veces en esta ronda; al CSKA, otras ocho; al Barça, nueve; y al gran Panathinaikos, favorito en la final de mañana, cinco. El Madrid recibió ayer una lección de esta nueva historia, la que desconocía por haber faltado a clase los últimos quince años. Quizá le sea útil más adelante, si hay ocasión, porque el deporte es cruel y a veces quince y quince son treinta.
Y lo peor para el Madrid fue que, pese a la paliza, el Maccabi era un rival al que se le podía hincar el diente. Pero la nave blanca naufragó con todos los marineros, sólo Tomic y la garra eterna de Reyes estuvieron a la altura. Nervioso Llull de salida, precipitado hasta la histeria Tucker, desafortunados Mirotic y Suárez, descentrado Fischer, invisible Sergio y superado Prigioni, con un ritmo lentísimo, sin soluciones ofensivas y una pobre circulación de balón. Con zona o sin zona enfrente.