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El injusto final de D.Tomás Díaz-Valdés Herás
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El injusto final de D.Tomás Díaz-Valdés Herás

Mi nombre es María Cubillo Díaz-Valdés, nieta de Tomás Díaz-Valdés Heras, gran periodista del motor y mejor todavía padre, esposo, abuelo, amigo y persona. Una de las primeras 1000 víctimas fallecidas a causa de este maldito coronavirus.

viernes 15 de mayo de 2020, 11:49h
Me dispongo a contar mi historia…nuestra historia, y la de tantas familias que estamos padeciendo un duelo injusto y doloroso, que, con las medidas y actuaciones adecuadas, podría haberse evitado. Siempre nos quedará la duda. A mí, a todos y a cualquier médico que se le pregunte por el caso. A todos los intensivistas que están teniendo que tomar este tipo de decisiones de “denegar” el acceso a UCI a personas, que, aunque de tercera edad, eran perfectamente independientes, sanos y con vida normal. A mi abuelo le arrebataron el derecho a luchar, el derecho a la vida, el derecho a un respirador, y a nosotros, nos han arrebatado a nuestro pilar fundamental, a nuestro capitán...

Esta es nuestra historia:

La semana del 9 de marzo 2020

Tomás se empezó a encontrar cansado. No tenía tos, ni fiebre, ni molestias gastrointestinales ni ningún otro síntoma que pudiera demostrar indicios de coronavirus… Sólo estaba cansado. Tampoco le costaba respirar. Yo misma le preguntaba todos los días si le costaba respirar. Siempre me respondía que no. Todos los españoles sabíamos que tener tos, fiebre y dificultad respiratoria eran claros síntomas del coronavirus. No hacían más que repetirlo en las televisiones. Sin embargo, lo que no decían las televisiones, era que el cansancio podía ser otro síntoma del coronavirus. Lo que no nos dijeron nunca fue que “estar cansado” también podía significar tener el nivel de oxígeno bajo sin la necesidad de sentir una falta de aire. Lo que no nos decían es que el COVID-19 empieza produciendo una insuficiencia respiratoria donde ni el propio paciente percibe la falta de aire. Ellos se encuentran “bien”. La mayoría entran en urgencias andando por su propio pie, sin estar fatigados, sin mostrar una clínica de saturación baja de oxígeno. Con razón él me respondía siempre que respiraba bien… Tal vez, y solo tal vez, de haberlo sabido, hubiéramos actuado antes, pero la falta y manipulación de la información ha sido y sigue siendo protagonista desde el principio de esta pandemia.

El sábado día 14 de marzo de 2020,

Por la tarde empezó a tener algo de fiebre, 37,5ºC. Se había tomado un paracetamol esa mañana por encontrarse con mal cuerpo. Procedimos a llamar a los teléfonos proporcionados por la comunidad de Madrid para las sospechas por covid-19, sin éxito, ya que la espera al teléfono era interminable y fue entonces cuando decidimos llamar a urgencias de Sanitas. Tras una también larga espera al teléfono, nos dijeron que un médico se pondría en contacto con nosotros rechazándonos la atención domiciliaria, la cual solicitábamos, siguiendo las recomendaciones del gobierno de no asistir a los centros de salud por ser población de riesgo (78 años). Una atención domiciliaria que en numerosas anteriores ocasiones nos habían proporcionado sin problema alguno como clientes preferentes de Sanitas. A las 2-3 horas, nos contactó un médico para preguntar por sus síntomas. Al haberse tomado paracetamol, le bajó la fiebre con lo que desestimaron la atención domiciliaria una vez más y nos indicaron que siguiese con el mismo tratamiento y permaneciera en aislamiento en casa.

El domingo 15 de marzo de 2020.

Por la tarde Tomás empezó a tener 38ºC de fiebre. Volvimos a contactar con los mismos teléfonos, tanto el de la comunidad de Madrid como el de Sanitas. Obtuvimos la misma respuesta que el día anterior: “Tomar paracetamol y esperar”. Mi madre me llamó esa noche, llorando: “Lolo tiene fiebre”. (Así es como los nietos llamamos a mi abuelo, Lolo). Intenté quitarle importancia, tranquilizándola. “Mamá mientras se encuentre bien, un poco de fiebre no significa nada. Todo saldrá bien”, le repetía. Llamé a mi abuelo y le pregunté cómo se encontraba, y si sentía falta de aire o dificultad para respirar. Me dijo que no, que respiraba perfectamente. Con lo que me quedé más tranquila (ilusa de mí…).

El lunes 16 de marzo de 2020,

Mi madre quiso llevar a mi abuelo a la consulta del médico para que por lo menos le auscultaran el pecho y pudiéramos “quedarnos tranquilos”, dada la nula atención domiciliaria y escasa atención telefónica. Nada más entrar en consulta, le midieron la saturación de oxígeno revelando una insuficiencia respiratoria importante. Le auscultaron y le diagnosticaron una neumonía bilateral indicándonos que fuéramos a Urgencias inmediatamente. Fue entonces cuando le contamos al médico que llevábamos todo el fin de semana llamando a urgencias de Sanitas para que mandaran un médico a domicilio y que no nos habían atendido. El médico en consulta, conociendo esta información, llamó personalmente al Hospital de la Moraleja, y dio el aviso de que Tomás iba para allá con un volante para que le atendieran.

Al llegar al Hospital, le sentaron en una silla de ruedas, pasó por triaje, le volvieron a medir la saturación de oxígeno y le metieron al box. Mi madre fue con él. Le dijeron que en 15 minutos podría pasar a verle, pero cuando transcurrió ese tiempo Tomás se encontraba ya en aislamiento y no fue posible. Le estaban realizando pruebas y la doctora saldría a informar.

Al cabo de 2 horas allí esperando en Urgencias, la doctora confirmó a mi madre lo que ya le habían diagnosticado en consulta: neumonía bilateral sospechosa por COVID. Le dijo que se quedaría ingresado y que los resultados del test no estarían hasta el día siguiente. La doctora hizo hincapié en que Tomás tenía obesidad y que el pronóstico era moderado-grave. Mi madre me llamó. Ya en estas palabras ella notó una falta de esperanza por parte de la doctora, como si lo único que importara, es que mi abuelo tenía obesidad. No entendía nada, le dijo a la doctora que estaba sano, no había fumado nunca, era deportista y no tenía ningún otro problema de salud. Estuvo en el box todo el día esperando que le dieran una habitación. No le trasladaron hasta última hora de la tarde. El único contacto que teníamos con él era vía “whatsapp” por donde nos iba contando cómo estaba, ya que los médicos no nos decían nada. Le pregunté: “¿Ya estás en la habitación?”. “Todavía no, sigo aquí en el box, tengo frío y no me hacen ni caso”, me dijo. Finalmente, ese lunes alrededor de las 6-7 de la tarde le subieron a planta. No dejaban pasar a verle, estaba aislado, así que mi madre le dio a la enfermera su maleta con sus cosas. Así terminaba el primer día en contacto con el virus: primera fase, preocupación.

Tras una noche amarga, el martes 17 por la mañana no conseguíamos hablar con mi abuelo. Se había quedado sin batería en el móvil.

Se había quedado sin batería en el móvil. Llamamos al hospital para saber cómo había pasado la noche, pero la protección de datos les impedía decirnos absolutamente nada de él. Empezaba la segunda fase, la impotencia. Conseguimos que le dijeran que tenía el cargador en su maleta, la cual no había podido deshacer y les pedimos que por favor le ayudaran. Las instrucciones eran claras, debíamos esperar a que el médico nos llamara.

Pasaban las horas, y no teníamos noticias. Éramos nuevos en esto. No entendíamos cómo no podíamos saber nada. Nadie nos había dicho que era “normal” que no llamasen. Recuerdo estar teletrabajando desde casa, cuando mi madre me llamó, preocupada al borde de un ataque de nervios: “María, no sabemos nada”. Fue entonces cuando salimos hacia el hospital, a pesar del confinamiento. Llámennos irresponsables, pero necesitábamos noticias. Somos de esa clase de familias en las que, si cae uno, caemos todos, cual dominó, una piña. No podíamos seguir esperando con los brazos cruzados. Fui a buscar a mi madre y fuimos al hospital. Eran las 7 de la tarde. Al presentarnos allí en persona conseguimos hablar con el médico de guardia, quien nos explicó que Tomás había dado positivo en coronavirus (tal y como sospechábamos) pero que estaba estable y respondiendo al oxígeno. Debíamos esperar a que su doctora nos llamara para más información. Reconozco que no fui de lo más agradable con este señor, pero la impotencia era cada vez mayor y lo único que pedíamos era el derecho a estar informados. Nos aclaró que estaban priorizando las llamadas a los familiares de los pacientes que empeoraban, por lo que, en ese sentido, nos quedásemos tranquilas, “No news, Good news”. La verdad que cuando a uno le explican las cosas, todo es mucho más fácil. Mi abuelo ya tenía batería en el móvil, le llamamos para decirle que estábamos en el hospital, pero que no nos dejaban entrar. Le habían dado la noticia que era COVID positivo y estaba decaído. Se había venido un poco abajo. En el fondo, él tenía la esperanza de que fuera un “gripazo”, como les contaba a sus amigos. Hablando con él le preguntamos qué es lo que veía desde su ventana y entonces fuimos para allá. Le dijimos que se asomara para vernos. Los cristales estaban algo tintados, no se podía distinguir el interior y las ventanas no se podían abrir, pero siempre recordaré su manita en el cristal. Tercera planta, habitación 320.

Miércoles 18 de marzo de 2020.

Quizá este fue el mejor día de todos los que estuvo en el hospital. Seguía estable, la doctora sí llamó esta mañana para decirnos que seguía respondiendo al oxígeno y que mientras no hubiera empeoramiento, eran buenas noticias. Mi abuelo estaba algo más animado. Hicimos FaceTime colectivo familiar con él a todas horas. Quien le conociera, no le sorprenderá en absoluto que con 78 años supiera manejarse mejor que yo con las nuevas tecnologías. Siempre fue un adelantado a su tiempo. Para darle algo más de ánimos, mi madre llevó una bandera de España firmada y la ató a un árbol que podía ver él desde su ventana. Recuerdo que se quejaba de estar ahí solo y encerrado, sobre todo solo. A lo que le respondíamos que toda España estaba igual, sin poder salir a la calle, y que pronto podría venir a casa…

Jueves 19 de marzo de 2020.

Hasta la fecha, el peor día de nuestras vidas. Menudo día del padre. 8 de la mañana, me despierta una llamada de mi padre: “Tu madre está fatal, Lolo ha empeorado esta noche y le meten en la UCI”. De fondo podía escuchar los llantos de mi madre… Salgo de mi casa y me dirijo inmediatamente a casa de mis padres. Estábamos a la espera de que la doctora llamase de nuevo cuando le hubieran metido en la UCI. Intento tranquilizarla diciéndole que en la UCI estará mejor atendido. Cuando llego a casa de mis padres, suena el teléfono, era mi abuelo. Nos estaba llamando por FaceTime. Aún estaba en la habitación, con su mascarilla de oxígeno. Aparentemente bien.

Nos cuenta que por la noche creía que se moría, que casi se ahoga. “Carlos, cuida de mi hija” le dijo a mi padre. Es como si él ya supiera lo que se avecinaba. En ese momento, la doctora entra a la habitación y nos dice que no hace falta que colguemos, que podemos quedarnos viendo como le examina una vez más. Le mide la saturación de oxígeno y nos indica que nos llama desde fuera.

Llega la llamada más escalofriante de todas. Serían las 10 de la mañana. Recuerdo sentir cada palabra como un puñal en el corazón, el estómago hecho un nudo y las lágrimas derramándose solas: “No le podemos meter en la UCI, al ser mayor de 75 años. Haremos todo lo posible por él en planta, pero no les quiero engañar, la cosa pinta mal”. No nos podíamos creer lo que estábamos oyendo… Recuerdo que fue el primer choque de realidad que tuve. Hasta ese momento, siempre me mantenía positiva y le quitaba importancia a todo, tranquilizando a mi familia.

Me parecía literalmente imposible que mi abuelo no superase esto. Pero al escuchar estas palabras, se me vino el mundo encima. Todo eso que ves en la televisión y que siempre piensas que les pasa a los demás y no a ti, nos estaba pasando a nosotros.

A partir de aquí, llegó el día más largo y terrible de nuestras vidas. Le preguntamos a la doctora si podíamos ir a estar con él, y nos dejó que fuera una persona. Esta decisión por parte de la doctora me reconfortó y me asustó al mismo tiempo. “Si nos dejan ir a estar con él, es que está muy mal…” pensé.

Le dije a mi madre que no perdiera más tiempo, que se fuera al hospital a estar con él. Así que nos dividimos. Se fueron para allá mi madre y mi tío. Yo me fui a casa de mi abuela. ¿Cómo contarle a mi abuela lo que nos acababan de decir los médicos? Algo así, no podía decírselo por teléfono y menos aun estando ella sola en casa. Le conté que Lolo había empeorado y que mi madre se había ido al hospital. Automáticamente me dijo que ella también quería ir al hospital, pero no podíamos arriesgarnos a exponerla de esa manera. Para tranquilizarla llamamos por FaceTime a mi abuelo, así podía verle. Se encontraba bien. Recuerdo que mi abuela le preguntaba: “Tomás, ¿Qué te han dicho?”, y él decía “No lo sé, a mi no me han dicho nada. Tú nieta que está ahí contigo lo sabe”. Creo que él ya sabía que algo iba mal. “Tienes buen color” le dijo mi abuela. “La procesión va por dentro” contestó él…

Mientras tanto, mi madre y mi tío estaban en el hospital, fuera, hablando con los médicos y decidiendo qué hacer. Estaban bloqueados. Era la 1 de la tarde. Recibo un mensaje de mi madre: “Qué hago María, dime hija”. Por un lado, estaba la incertidumbre de entrar a una habitación con un virus que nos daba mucho miedo y que era altamente contagioso. Por otro, no podíamos ni queríamos dejarle solo. A todo esto, se sumaba también la situación de que cuando mi abuelo viese a alguien entrar a la habitación, sabría que algo iba mal, y se pondría más nervioso y tal vez, perdería las ganas de luchar… ¿Qué debíamos hacer? Contesté a mi madre y le dije que entrase. Que ahora mismo lo importante era estar a su lado y vivir el presente.

El estado de salud de mi abuelo era cada vez más crítico. Iba empeorando por horas. La placa de tórax de las 9 de la mañana mostraba un empeoramiento respecto a la placa anterior del día 17. Para explicarlo de una manera sencilla: en las radiografías se puede ver al virus haciendo una neumonía, que el jueves 19 progresó, es decir, las afectaciones que tenía como “parches” se habían unido, pero no había signos de fibrosis ni distrés respiratorio (que hubiera sido más grave, y aunque no irreversible, más difícil de curar). En este punto, lo importante son los síntomas (necesidad de más oxígeno, más dificultad respiratoria…) Esto explica el primer juicio clínico de la doctora de meterle en la UCI. Cuando le denegaron el acceso a la UCI, mi abuelo fue respiratoriamente empeorando, sin poder hacer nada, porque el oxígeno no era suficiente. Lo que necesitaba era un maldito respirador.
En este contexto, os podréis imaginar la impotencia y el miedo de ver pasar las horas dejándole morir.

Mi madre estaba dentro de la habitación con él. A las 14:30h de la tarde le hace un vídeo que manda al grupo familiar de WhatsApp. Le doy importancia a este vídeo, porque se puede ver como mi abuelo está “bien”, haciendo sus “tonterías”. Sin embargo, la saturación de oxígeno sigue sin subir. Sigue necesitando el maldito respirador. Los médicos y enfermeros entran de vez en cuando a ver su evolución. No mejora. En varias ocasiones, los médicos tienen que entrar a ponerle morfina para aliviarle la sensación de asfixia. Mi madre que estaba allí con él me contaba como él era quien apretaba el botón rojo para llamar a los médicos repitiendo que se ahogaba…

Alrededor de las 15:00h de la tarde, llega la peor noticia. Le dicen a mi madre que ya es irreversible. Que solo queda esperar y que recomiendan la sedación para que no sufra, solo con nuestro consentimiento.

Creo que solo las personas que hayan pasado por esto podrán entender la barbaridad de estas palabras. Visto desde fuera, parece todo muy “bonito”: decidimos sedarle para que no sufra, tiene sentido. Pero cuando te toca a ti, y es tu padre, tu marido o tu abuelo, todo cambia. ¿Cómo se toma una decisión de sedar a un ser querido? ¿Quién nos prepara para esto? ¿En cuestión de horas? ¿Cómo poder asimilar esta decisión si hacía apenas unas horas estaba perfectamente y a sabiendas de que estaba en esta situación únicamente por no haberle metido en la UCI por culpa del maldito protocolo? Ósea que, digamos que el gobierno y su protocolo pueden decidir dejar morir a una persona denegándole el acceso a la UCI por el simple factor de la edad, sin importar nada más, pero luego, ¿Necesitan nuestro consentimiento para poder sedarle? ¿Eso no lo decide también el protocolo? Si ya habéis decidido por él y por nosotros al quitarle el derecho a un respirador, ¿Qué carajos importa ya nuestra opinión y nuestro consentimiento? Poco podíamos hacer ya…

Era todo un vaivén de llamadas entre mi madre que estaba en el hospital, mi tío, mi hermano, mi abuela… Recuerdo como llamé a mi tío, el pequeño de sus hijos, para contarle la última hora. “Tomy, los médicos dicen que ya es irreversible… no hay nada que hacer”. Se vino abajo, “¡¡¿Enserio?!!”, me repetía gritando y sumergido en llantos…No podíamos soportarlo, el dolor era demasiado grande.

Fuimos al hospital. No sabíamos si podríamos entrar a verle, pero quisimos intentarlo. Queríamos despedirnos. Como dije antes, si cae uno, caemos todos, y en esta ocasión estaba cayendo nuestro capitán. Tuvieron la decencia esta vez de saltarse el protocolo y dejarnos entrar. No a todos a la vez. Mi madre ya estaba dentro. Primero entró mi abuela. Luego salió mi madre y nos dejaron entrar a mi tío, a mi hermano y a mí. Nos vistieron con una bata, doble capa de guantes, y mascarilla que traíamos nosotros. Nos dieron las instrucciones de que no podíamos besarle, pero sí tocarle, y que nos alejásemos si tosía o estornudaba al no disponer de gafas de protección.

Los nietos teníamos 15 minutos, ni uno más. La doctora había permitido que después solo se quedaran los hijos. Cuando entramos, mi abuela le estaba masajeando con cariño el pecho, repitiéndole que respirase. Aunque todavía consciente, mi abuelo ya tenía la mirada perdida. No nos hablaba y solo miraba hacia un punto fijo. Le costaba respirar, estaba muy fatigado. Le tuve que coger de la cara con mis manos y ponerme delante de él para que me mirase. Le dije: “Lolo, soy yo, María, estoy aquí contigo, tu doctora particular”. Pude ver como asentía ligeramente. Fuimos dirigiéndonos hacia él de uno en uno, con los ojos inundados en lágrimas, a decirle nuestro último adiós. Uno nunca está preparado para esto. Le tenía cogido de la mano y fue entonces cuando entraron a decirnos que teníamos que salir ya. Volví a cogerle de la cara, le miré fijamente a los ojos y le dije mis últimas palabras: “Te quiero, te quiero mucho Lolo”.

Esta fue la última vez que le vi.

Serían ya alrededor de las 5 de la tarde. Volvieron a insistirnos en sedarle para que no sufriera, estaba cada vez más fatigado. Mi madre no quería tomar esa decisión y todos le dijimos que Lolo ya no estaba bien…era la hora. Así pues, acompañé a mi madre a hablar con el médico, volvimos a preguntarle si de verdad estaba irreversible y tras su confirmación una vez más, nos volvió a recomendar sedarle. Así lo hicimos.

Ahora solo quedaba esperar a que su corazón dejara de latir. Pero él ya estaba tranquilo.

Nos fuimos yendo a casa, sabiendo que en cualquier momento llegaría esa llamada. La única que finalmente se quedó con él en la habitación fue mi madre. Yo hablaba con ella por FaceTime y le mandaba por whatsapp las canciones favoritas de Lolo, para que se las pusiera. “Imagine” de John Lenon, “My Way” de Frank Sinatra… Si cierro los ojos, aún puedo escucharle cantarlas…

Fueron pasando las horas y se hizo de noche y tarde. El cansancio empezó a adueñarse de todos y mi madre empezó a tener mucho miedo a seguir allí dentro con el virus que se había llevado de forma fulminante a nuestro capitán. Tenía miedo a quedarse dormida y tocarse la cara o los ojos, que no tenían protección y contagiarse. Así que le dije que por favor se fuera a casa. Lolo ya estaba dormido y tranquilo y había podido ver que todos estuvimos ahí. Él ya lo sabía.

El 20 de marzo a las 4:45h de la madrugada falleció

D. Tomás Díaz-Valdés Heras.

Las llamadas y los mensajes fueron interminables, incluidos todos los homenajes que recibió de tanta gente que le quería como profesional y como persona en todas las redes sociales y medios de prensa. Su teléfono tampoco dejaba de sonar. “¿Es cierto?” preguntaban muchos. Nadie se lo podía creer…

20 de abril, un mes más tarde. El dolor y la impotencia siguen presentes hoy en nuestras vidas. Ni qué decir que las circunstancias no nos han permitido velarle, ni darle una misa, ni despedirle y darle el homenaje que se merece. Si ya de por sí la pérdida de un ser querido es dura, en estas circunstancias es aún peor. Tampoco podemos estar junto a las personas que queremos para superar este duelo. Nadie nos va a devolver a nuestro capitán, pero sí queremos contar nuestra historia para que todo el mundo sepa lo que está pasando en nuestro país y se le pueda hacer justicia.

A mi abuelo le han dejado morir por falta de medios por culpa de un gobierno descualificado e inepto. Que están más preocupados por comprar los medios de comunicación que por comprar respiradores y que siguen sin tener la decencia de dar nombres, apellidos y respeto a todas las víctimas de esta pandemia.

Fdo: María Cubillo Díaz-Valdés, nieta de uno de los héroes de esta guerra.

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